¿Discrepancias entre generaciones?
"Hay
jóvenes viejos, y viejos jóvenes. Y en estos me ubico yo. Estos jóvenes
viejos no se preguntan, cuántas viviendas faltan en nuestros países, y
a veces ni en su propio país, hay muchos médicos que no comprenden que
la salud se compra y que hay miles... y miles... y miles de hombres y
mujeres que no pueden comprar la salud...". Esta parte de uno de los más recordados discursos de Salvador Allende llama la atención por su vigencia, 40 años después.
Los principios no mueren. Quienes mueren son las personas, a veces los recuerdos. Mueren los que no tienen principios, los que se arrastran y pisotean la ética a cada paso, los que “traman”, los que ven el derecho de su nariz y sus intereses.
Pero aquéllos que esculpen en bronce sus ideas, que propagan los principios y los lanzan a los cuatro vientos y se enorgullecen de sostenerlos, no mueren. Nos dicen adiós, pero continúan martillando con sus frases, sus opiniones y afirmaciones, aunque algunos las consideren pasadas de moda, a destiempo, anticuadas o radicales.
Llevamos todo el mes hablando de lo que pasó en el Madrid Arena la noche de Hallowen y la pregunta que muchos se hacen hoy es ¿y si la causa del último quebranto de los jóvenes en Madrid la noche de Halloween no tuviera nada que ver con los problemas de seguridad planteados por celebrar una fiesta en un local cerrado sin apenas vigilancia?
¿Cómo es posible que casi nadie haya mencionado el hecho patético e indescriptible de que la tasa de desempleo juvenil más alta de la Unión Europea la tiene España? ¿Y cómo es posible que apenas se haya comentado esta tasa como una de las posibles razones que expliquen la tragedia nocturna de Halloween en Madrid?
Lo extraño, de verdad, es que los comentarios de todos los observadores no se hayan concentrado en el análisis de la crisis juvenil que atraviesa el país o en lo que pasa en el cerebro de los adolescentes y en la historia de España para que ocurra lo que ocurrió. No me digan que no es raro que veinte mil jóvenes españoles decidan celebrar la fiesta de Halloween –una fiesta que ni les va ni les viene– a altas horas de la madrugada.
Ha cundido la sospecha –corroborada por los análisis científicos– de que los mayores no se acuerdan de lo que los caracterizaba cuando eran jóvenes: suelen contar tantas tonterías que los jóvenes han dejado de creerlos y se ha generado, simultáneamente, un rechazo a la autoridad de los mayores, digan lo que digan.
A lo mejor nadie ha estudiado cuidadosamente –me refiero en España– las diferencias explicables al haber descubierto que el sueño es distinto en el caso de los jóvenes y en el de los mayores. Tanto es así que en muchas instituciones educativas norteamericanas se está ensayando un nuevo horario para que, en el caso de los jóvenes, su primera clase por la mañana empiece a las 11 horas. Al parecer, los resultados son positivos por haber aceptado simplemente que los jóvenes tienen más sueño por las mañanas que unas horas más tarde. El ritmo de la absorción de melatonina es distinto en unos que en otros.
Sería extraño realmente que la edad en la que el tamaño del cerebro es el mayor de todas las edades y en la que la plasticidad cerebral es la óptima –quiero decir su adaptabilidad a las nuevas condiciones de la vida– no se puedan prevenir los desencuentros entre mayores y jóvenes.
¿Acaso alguien está estudiando el impacto de que, durante la adolescencia, los jóvenes tengan que decidir a la vez cuestiones tan clamorosas como de qué forma tratar el acné, administrar los efectos del alcohol, aprobar exámenes que van a decidir su futuro, apreciar y controlar el efecto de los senos del sexo opuesto sobre su ánimo y organismo, sobrellevar la depresión, aprender a conducir, tomar o no drogas, experimentar por primera vez todo el efecto de la empatía, vivir en la independencia, saber no masturbarse pero disfrutar de los orgasmos, no acicalarse con peinados demasiado raros, controlar el tabaco y, sobre todo, trabajar para los demás haciendo lo que a uno le gusta?
Hasta que la ciencia nos lo ha demostrado no sabíamos que los jóvenes y los mayores tienen actitudes distintas ante el placer, el riesgo y las costumbres adquiridas. El «respeto» no es el mismo; lo entienden de manera distinta. En España ni siquiera se han puesto de acuerdo en saber cuándo se alcanza la mayoría de edad. ¿Por qué el agresor de una persona de solo 13 años de edad es condenado a penas distintas que si hubiera maltratado a otra de 12 años?
En el futuro, los políticos y las instituciones estarán menos obsesionados de lo que están ahora fijando los detalles del supuesto orden –que tanto respeto solo aparente merece– y se volcarán en las reformas educativas y neurológicas que ayudarán a los jóvenes a modelar su propia libertad… y a los mayores a salir de su asombro.
Los principios no mueren. Quienes mueren son las personas, a veces los recuerdos. Mueren los que no tienen principios, los que se arrastran y pisotean la ética a cada paso, los que “traman”, los que ven el derecho de su nariz y sus intereses.
Pero aquéllos que esculpen en bronce sus ideas, que propagan los principios y los lanzan a los cuatro vientos y se enorgullecen de sostenerlos, no mueren. Nos dicen adiós, pero continúan martillando con sus frases, sus opiniones y afirmaciones, aunque algunos las consideren pasadas de moda, a destiempo, anticuadas o radicales.
Llevamos todo el mes hablando de lo que pasó en el Madrid Arena la noche de Hallowen y la pregunta que muchos se hacen hoy es ¿y si la causa del último quebranto de los jóvenes en Madrid la noche de Halloween no tuviera nada que ver con los problemas de seguridad planteados por celebrar una fiesta en un local cerrado sin apenas vigilancia?
¿Cómo es posible que casi nadie haya mencionado el hecho patético e indescriptible de que la tasa de desempleo juvenil más alta de la Unión Europea la tiene España? ¿Y cómo es posible que apenas se haya comentado esta tasa como una de las posibles razones que expliquen la tragedia nocturna de Halloween en Madrid?
Lo extraño, de verdad, es que los comentarios de todos los observadores no se hayan concentrado en el análisis de la crisis juvenil que atraviesa el país o en lo que pasa en el cerebro de los adolescentes y en la historia de España para que ocurra lo que ocurrió. No me digan que no es raro que veinte mil jóvenes españoles decidan celebrar la fiesta de Halloween –una fiesta que ni les va ni les viene– a altas horas de la madrugada.
Ha cundido la sospecha –corroborada por los análisis científicos– de que los mayores no se acuerdan de lo que los caracterizaba cuando eran jóvenes: suelen contar tantas tonterías que los jóvenes han dejado de creerlos y se ha generado, simultáneamente, un rechazo a la autoridad de los mayores, digan lo que digan.
A lo mejor nadie ha estudiado cuidadosamente –me refiero en España– las diferencias explicables al haber descubierto que el sueño es distinto en el caso de los jóvenes y en el de los mayores. Tanto es así que en muchas instituciones educativas norteamericanas se está ensayando un nuevo horario para que, en el caso de los jóvenes, su primera clase por la mañana empiece a las 11 horas. Al parecer, los resultados son positivos por haber aceptado simplemente que los jóvenes tienen más sueño por las mañanas que unas horas más tarde. El ritmo de la absorción de melatonina es distinto en unos que en otros.
Sería extraño realmente que la edad en la que el tamaño del cerebro es el mayor de todas las edades y en la que la plasticidad cerebral es la óptima –quiero decir su adaptabilidad a las nuevas condiciones de la vida– no se puedan prevenir los desencuentros entre mayores y jóvenes.
¿Acaso alguien está estudiando el impacto de que, durante la adolescencia, los jóvenes tengan que decidir a la vez cuestiones tan clamorosas como de qué forma tratar el acné, administrar los efectos del alcohol, aprobar exámenes que van a decidir su futuro, apreciar y controlar el efecto de los senos del sexo opuesto sobre su ánimo y organismo, sobrellevar la depresión, aprender a conducir, tomar o no drogas, experimentar por primera vez todo el efecto de la empatía, vivir en la independencia, saber no masturbarse pero disfrutar de los orgasmos, no acicalarse con peinados demasiado raros, controlar el tabaco y, sobre todo, trabajar para los demás haciendo lo que a uno le gusta?
Hasta que la ciencia nos lo ha demostrado no sabíamos que los jóvenes y los mayores tienen actitudes distintas ante el placer, el riesgo y las costumbres adquiridas. El «respeto» no es el mismo; lo entienden de manera distinta. En España ni siquiera se han puesto de acuerdo en saber cuándo se alcanza la mayoría de edad. ¿Por qué el agresor de una persona de solo 13 años de edad es condenado a penas distintas que si hubiera maltratado a otra de 12 años?
En el futuro, los políticos y las instituciones estarán menos obsesionados de lo que están ahora fijando los detalles del supuesto orden –que tanto respeto solo aparente merece– y se volcarán en las reformas educativas y neurológicas que ayudarán a los jóvenes a modelar su propia libertad… y a los mayores a salir de su asombro.
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