Bomb City: cuando la justicia se pone del lado del asesino.
Acabo de ver Bomb City. Una película basada en un caso real ocurrido en Texas a finales de los 90 que está de plena actualidad. Un joven punk, Brian Deneke, es asesinado a golpes por un deportista de clase alta. El juicio fue una farsa. El agresor, con dinero, abogado caro y apellido limpio, prácticamente sale impune. El mensaje que flotó en el aire fue claro: Brian se había buscado que lo mataran por vestir raro, por desafiar las normas, por ser diferente.
Bomb City no es solo una película. Es un espejo incómodo. Nos refleja a todos. Refleja cómo las sociedades, incluso las que presumen de libertad y democracia, siguen juzgando más por la pinta que por los hechos. En la película, los punks —jóvenes de clase trabajadora, creativos, incómodos— son criminalizados por el simple hecho de existir fuera del molde. Mientras tanto, los agresores, bien peinados y con futuro, son justificados: “se sintieron provocados”. “Estaban nerviosos”. “Fue un accidente”.
Esa doble vara de medir no es exclusiva de Estados Unidos. Aquí también la conocemos bien.
Ahí están los 6 de Zaragoza, condenados a años de cárcel por protestar contra un mitin de Vox. En el juicio no hubo pruebas claras. Solo testimonios contradictorios y una narrativa construida desde el poder: eran jóvenes, de barrio, antifascistas. Cómo Brian, aunque eran víctimas, ya eran culpables antes de sentarse ante el juez. Mientras tanto, cargos públicos y militantes de extrema derecha que han ejercido violencia salen siempre indemnes, protegidos por los suyos, por su dinero, por su apellido o por su silencio.
¿Y qué decir de otros casos recientes?
Jóvenes desahuciados a golpes, cuerpos mutilados por pelotas de goma, víctimas de agresiones homófobas o racistas ignoradas por la justicia. Cuando los agredidos pertenecen a barrios humildes, a colectivos vulnerables, cuando no tienen a nadie que los defienda en los medios o en los despachos, la justicia se vuelve lenta, sorda, o directamente se pone del lado del agresor.
Nos venden un relato: la violencia siempre viene de los de abajo.Los pobres son peligrosos.
Los jóvenes que se organizan son radicales.
Los que protestan, antisistema.
Pero si eres hijo de papá, si vistes como toca, si encajas, entonces hay excusas. Siempre hay una razón para comprenderte. Aunque hayas matado.
La película Bomb City retrata con precisión quirúrgica ese cinismo que no es patrimonio exclusivo de Texas ni de los años 90. Es el mismo que hoy, en pleno siglo XXI, recorre las salas de los juzgados en España. Una doble justicia, obscena y descarada: una, laxa, amable, casi cómplice, para los ricos, los herederos del poder, los hijos de quienes nunca pisan el barro. Y otra, implacable, desproporcionada, vengativa, para quienes no tienen más que su voz, su cuerpo y su rabia.
Aquí también sabemos lo que es ver cómo condenan a años de prisión a jóvenes por manifestarse, mientras los corruptos confiesan delitos y se van a casa con una multa.
Aquí también hemos escuchado a jueces justificar al agresor por su “buen expediente” y a políticos pedir mano dura contra quienes protestan por un desahucio.
Aquí también se sigue matando simbólicamente —y a veces literalmente— a los que estorban.
Bomb City no habla solo de Brian Deneke.
Habla de nosotras. De cómo, todavía hoy, la justicia no es ciega: solo mira hacia otro lado cuando el culpable es "de los de arriba ".
Ese mismo sistema sigue vivo. Sigue golpeando. Sigue juzgando.
Y sigue matando, a veces lentamente, a quienes no encajan.
No olvidemos a Brian. No olvidemos a los 6 de Zaragoza.
No dejemos de señalar a esta justicia miope y clasista que se disfraza de imparcialidad mientras pisa siempre a los mismos.
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