20N. La sentencia arbitraria contra FGE que se cae sola.
Mientras García Ortiz era inhabilitado, el investigado por fraude fiscal, González Amador, continúa sin resolución y comprando propiedades de lujo. El mensaje es devastador: quien investiga acaba condenado; quien es investigado queda indemne.
Los medios internacionales y organismos europeos coinciden: España sufre un problema grave de independencia judicial. La imagen del país como democracia liberal se debilita, y esto afecta a la economía, la inversión y la confianza social.
Los jóvenes, desencantados con instituciones que parecen proteger a los poderosos y castigar a los débiles, empiezan a ver el autoritarismo como alternativa. En las cárceles, miles de personas pobres cumplen penas por delitos menores, mientras las investigaciones de corrupción de élites se eternizan.
La caída de García Ortiz no es solo un caso judicial: simboliza cómo la justicia pierde imparcialidad y cómo una democracia se tambalea cuando los tribunales se alinean con intereses políticos. Y cuando la justicia cae, pierde todo el país.La primera filtración está clara: la fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra, fue quien distribuyó los correos. Esto no es una especulación ni una interpretación: es un hecho ya reconocido. Y, aun así, el tribunal ha decidido construir la condena contra el fiscal general del Estado sobre una base tan frágil como peligrosa: la palabra de quien filtró frente a la palabra de quien no lo hizo.
Es decir: una versión contra otra. Sin pruebas.
La acusación no ha presentado ni una sola evidencia objetiva:
– ninguna pericial,
– ningún rastro digital,
– ningún documento,
– ningún indicio técnico.
Nada.
Por el contrario, todos los periodistas que declararon lo hicieron bajo juramento y fueron claros: nunca hablaron con el fiscal general y la filtración procedía de otra fuente. Eso sí, invocaron el secreto profesional, que es un derecho constitucional.
En cualquier Estado de Derecho, esto bastaría para cerrar el caso.
Porque la norma más básica del derecho penal es esta: el acusado no tiene que demostrar su inocencia; es la acusación quien debe demostrar la culpabilidad.
Si no hay prueba, no hay condena.
Si solo hay sospechas, se absuelve.
Pero aquí no ha sido así.
Un tribunal que anticipa el fallo… porque teme que alguien lo filtre
La situación se vuelve directamente absurda cuando los cinco magistrados que juzgan el caso filtran el fallo antes de hacer pública la sentencia. No solo eso: justifican la filtración diciendo que temían que alguno de ellos mismos lo filtrara.
Esto, literalmente, significa que:
– juzgan a un hombre por filtrar documentos,
– mientras reconocen que entre ellos mismos hay filtradores,
– y que por eso tomaron la decisión de difundir el fallo de manera anticipada.
El resultado es un cuadro grotesco: el acusado es condenado sin pruebas y quienes condenan producen la única filtración real del procedimiento.
Una sentencia contaminada desde el origen
La cuestión aquí ya no es jurídica, sino estructural.
Un tribunal que anticipa un fallo sin motivación, que reconoce miedo a sus propias filtraciones internas y que se basa en una declaración no probada frente a declaraciones juradas no puede ofrecer garantías de imparcialidad.
Cuando un tribunal deja de decidir sobre hechos probados y pasa a decidir sobre preferencias, fidelidades o lecturas ideológicas, lo que surge no es justicia: es arbitrariedad.
Es, en el fondo, un castigo político.
Conclusión: no es un caso aislado, es un síntoma
Lo que ha ocurrido con la condena del fiscal general no es un episodio aislado ni un error. Es un síntoma de una enfermedad más profunda: la captura de espacios del poder judicial por sectores que actúan sin control democrático y sin responsabilidad pública.
Y cuando un tribunal puede condenar sin pruebas a quien no filtró, creyendo solo a quien sí filtró, todos estamos menos protegidos.
El foco, esta vez, debe ser claro: esto no es justicia, es un aviso.
Y por eso hay que contarlo y señalarlo, con claridad y sin miedo.


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